Artículos y Entrevistas

Artículos

Vínculo y Conciencia, según Bert Hellinger

Vínculo y  Conciencia

Leí en algún escrito que circula por internet que “cuando un bebé recien nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre”.

constelaciones familiares malaga, marbella, sevilla

El vínculo del amor es un misterio, lo que nos atrapa y nos une. El vínculo más fuerte es el de nacimiento, el vínculo de la pertenencia. Se dice que “la sangre tira”. En realidad lo que tira, lo que nos une y vincula, es el amor. 

Y es cierto que como adultos, tenemos la experiencia de ese sentimiento tan fuerte, ese instinto de protección, esa incondicionalidad hacia esos seres pequeñitos que llegaron después que nosotros a nuestra familia, hijos, sobrinos, nietos, nietos-sobrinos…

¿Y que siente el bebe? Los humanos somos las criaturas de este planeta que más necesitan de los cuidados de sus progenitores para su supervivencia biológica. Nacemos como criaturas indefensas, dependientes del alimento, el cuidado y la higiene que nos profesan nuestros padres.

Y además necesitamos sentir el cariño, el roce, la caricia, el beso, el abrazo para crecer y desarrollarnos.

Hay datos sobre estudios experimentales con bebés que se han criado en horfanatos. A un grupo de niños se les alimenta y se  les cuida la higiene, sin apenas contacto físico. Otro grupo de niños, ademas reciben caricias y abrazos de sus cuidadoras. Los resultados muestran que el segundo grupo de niños coge más peso y  desarrollan antes sus capacidades mentales porque han sido estimulados y sobre todo, porque han recibido afecto.

Recuerdo un libro muy popular en los años 80 titulado “Duérmete niño” que abogaba por una educación rígida del bebe, horarios fijos para el alimento, y dejarlo llorar en la cuna, para que se acostumbre a estar solo... Muchas madres noveles, con la mejor de las intenciones, siguieron estas pautas. Y vuelvo a la pregunta que me hacía al principio. ¿Qué siente el bebe en estas condiciones? Abandono, soledad y tristeza.

Por suerte los tiempos cambian, las modas pasan y últimamente, un libro que está muy recomendado sobre las pautas para la crianza de los niños,  titulado “bésame mucho” aboga por todo lo contrario: alimentación a demanda, contacto físico con el bebe piel con piel, calmarlo cuando llore, hablarle, explicarle lo que hacemos, decirles cuanto les queremos…¿Qué siente el bebe en estas condiciones? Vínculo y pertenencia.

Esa es la necesidad emocional esencial primera y básica de todo ser humano. Sentir que pertenezco a mi madre, a mi padre a mi familia de origen, que soy querido, que me ven, que no estoy solo.

Este principio se recoge en  la primera ley de los órdenes del amor que establece Bert Hellinger en la terapia sistémica familiar, popularmente conocida como Constelaciones Familiares: Primer principio, la pertenencia

 Todos, por nacimiento, pertenecemos a nuestra familia de origen. Todos tenemos esa necesidad de sentirnos unidos, vinculados desde el momento que nos cortan el cordón umbilical y salimos del seno materno, ese “paraíso perdido” en el que todas nuestras necesidades estaban cubiertas sin ningun esfuerzo, calentitos y  seguros, donde estábamos unidos a mama, sintiéndonos “uno” con ella.

Una vez que salimos por el canal del parto y nos cortan el cordón umbilical, empiezan nuestros problemas y nuestra adaptación a este “mundo raro”. Tenemos que aprender a respirar por nosotros mismos, sentimos el pellizco del hambre y buscamos la teta de mama. “Yo, hambre y agresión”, como dice, Fritz Pearls, padre de la terapia Gestalt. Sentimos y experimentamos por primera vez la rabia, el hambre, la carencia y el miedo. Miedo sobretodo a un mundo cambiante, a tener que esforzarnos para cubrir nuestras propias necesidades,  a tomar conciencia de que ya no “somos uno” con mama, sino que “somos otro”, que tenemos que pedir para que nos den y a veces, no nos dan, que somos seres separados, nos guste o no y que estamos solos.

 Miedo a la soledad y al abandono, que es el miedo más miedo de todos los miedos. Somos tan vulnerables afectivamente, que inconscientemente hacemos lo que sea para sentir que pertenecemos al clan familiar, para sentir que somos uno de ellos y en definitiva, que formamos parte de algo mayor y que no estamos solos. Y así, crecemos en nuestra familia de origen, rodeados de nuestros padres, hermanos, tíos, abuelos y primos. Ahora surge la pregunta, ¿Qué pasa con los niños adoptados?

En mi experiencia en terapia, veo que los niños adpotados tienen conciencia de su pertenencia al sistema de sus padres biológicos, independientemente de la información que hayan recibido sobre ellos, y también sienten que pertenecen al sistema familiar de sus padres adpotivos.  La solución para estos niños pasa por darle un buen lugar en su corazón tanto a sus padres biológicos, que le dieron la vida, el regalo  más grande, como a sus padres de adopción que les dan el amor, la protección y el cuidado.

Y ese amor les vincula, el amor es  esa fuerza invisible  que une a los hijos con sus padres adoptivos. Recuerdo ese dicho popular “el roce, es el cariño” y cuando un adulto se hace cargo de una criatura, el niño lo percibe y el vínculo se establece, de la misma forma que con los padres biológicos.

En nuestra más tierna infancia la felicidad pasa por sentirnos unidos a mama y a papa. Ellos son nuestra referencia, nuestro mundo y nuestros Dioses. Los tenemos en un pedestal y especialmente, al progenitor del sexo contrario. A este sentimiento de unión tan intenso es lo que en psicoterapia se llama el complejo de Edipo. El primer amor de un niño es  la madre y el primer amor de una niña es su padre. Es así, es lo natural.

Seguimos creciendo y llegamos a la adolescencia, la época de la rebeldía, el rechazo a lo establecido y sentimos la necesidad de diferenciarnos de nuestros padres. A este proceso en psicoterapia se le llama “matar el Edipo”. Empezamos a ver a nuestros padres como seres humanos, con sus cualidades y defectos, nuestra visión de la vida y nuestros criterios no coinciden con los suyos y…. los bajamos del pedestal.

 Llegada la edad adulta, surge entonces la disyuntiva de tener  “buena conciencia” o tener  “mala conciencia” de la que habla Bert Hellinger.

 ¿Y que es la conciencia? Yo la defino como ese órgano interno, esa brújula, ese Pepito Grillo que al igual que a Pinocho, me susurra al oído lo que está bien o  no está bien para mí. Es mi concepto íntimo de lo correcto y lo incorrecto, de  lo aceptable y lo inaceptable, del bien y del mal.

Tengo buena conciencia cuando actúo y vivo según los parámetros y creencias de mi familia de origen. Se que entonces soy aceptado porque cumplo las reglas del grupo. Este fenómeno es muy sutil a veces. Soy “bueno”, es decir, hago lo que yo creo que se espera de mí para que me quieran, es decir, para sentir que sigo perteneciendo al clan y evitar ese miedo primigénio a la soledad absoluta.

Tengo “mala conciencia” cuando nos cuestionamos a nosotros mismos sobre el sentido de nuestra existencia y de quienes somos en realidad y decidimos separarnos de las pautas, las creencias, los valores, la visión y la forma de estar en la vida de nuestros mayores y que no compartimos con ellos. Surge entonces el sentimiento de miedo a perder el vínculo, la pertenencia y también el sentimiento de culpa por hacer las cosas diferentes e incluso que a nosotros nos vaya mejor que a ellos.

 Y en esa polaridad nos movemos todos en manor o menor medida, entre la buena y la mala conciencia.

En mi trabajo en consulta veo que a veces la persona siente mala conciencia y culpa, por tener más éxito en la vida que sus ancestros o simplemente por tenerlo más fácil que ellos y disfrutar de una mejor existencia. Esto se llama en Constelaciones Familiares, una implicación sistémica. Es un sentimiento inconsciente, que conecta con el amor ciego del niño o la niña que vive en nuestro interior que no se permite estar bien y sentirse bien, sabiendo que alguno de sus seres queridos está mal o se siente mal.

Para esto sirve la terapia, para sacar a la luz esos movimientos ocultos y a nivel del alma, que nos hacen tanto daño. Una vez que lo vemos y nos damos cuenta de  lo inútil de nuestro sufrimiento, dejamos de hacerlo.

A veces, nos cuesta ser felices y permitirnos tomar nuestra propia vida con alegría.

 La actitud sana es mirar todo lo recibido de nuestros progenitores desde la calma, desechar aquello que no nos sirve, respetar sus destinos y agradecer todo lo que nos viene de ellos y nos da la fuerza para estar en  la vida y escribir nuestra propia historia.

Gracias mama, gracias papa. En honor a vosotros y en vuestra memoria, escribo estas palabras.

 

María Adela Miguélez Cruces,

 10 de octubre de 2014

Suscríbete a nuestro newsletters

Síguenos en...

Síguenos en Facebook...Síguenos en Twitter...Síguenos en Linkedin...Síguenos en GOOGLE+Síguenos en YoutubeContáctanos por whatsapp